lunes, 14 de febrero de 2011

Proteico

Existe una especie de primate en América del Sur, más gregario que la mayoría de mamíferos, que muestra una conducta bastante curiosa. Los miembros de esta especie a menudo se reúnen en grupos, grandes o pequeños, y en el curso del parloteo mutuo típico de estas reuniones se ven asaltados por unos ataques que se caracterizan por una respiración involuntaria y convulsiva, una suerte de jaleo ruidoso e incontrolado, mutuamente reforzado por los individuos del grupo, que a veces es tan violento que los deja totalmente indefensos. Lejos de ser desagradables, no obstante, estos ataques parecen ser muy del gusto de los individuos de esta especie, que los buscan y en ocasiones muestran una profunda adicción por ellos.

Quizá tengamos la tentación de pensar que si supiéramos lo que estos individuos sienten en su interior, llegaríamos a comprender esta afición suya tan rara. Si pudiéramos verlo "desde su punto de vista", sabríamos para qué sirve. Sin embargo, en este caso podemos estar seguros de que por mucho que lleguemos a saber, la conducta en cuestión seguirá siendo un misterio, porque ya disponemos de la información que buscábamos: la especie es el Homo sapiens (que, evidentemente, vive en América del Sur y también en muchos otros sitios), y la conducta es la risa.

Ningún otro animal hace algo así. Un biólogo que se encontrara ante un fenómeno único como éste debería, en primer lugar, preguntarse para qué sirve, y, en caso de no dar con ningún análisis plausible en términos de ventajas biológicas directas, se inclinaría por interpretar esta conducta tan rara e improductiva como el precio pagado por el organismo a cambio de alguna otra ventaja. Pero, ¿qué ventaja? ¿Qué cosa hacemos mejor de como la haríamos de no contar con los mecanismo que trae consigo nuestra tendencia -casi adicción- a la risa, y cuyo precio nos merece la pena pagar? ¿Es la risa una manera de "liberar el estrés" que acumulamos en el curso de los complejos procesos cognitivos que jalonan nuestras vidas socialmente avanzadas? Pero, ¿por qué se necesitan cosas divertidas para liberar el estrés? ¿Y por qué no las cosas rojas o las cosas planas?

Página 74, del libro La conciencia explicada, de Daniel Dennett

-¿Qué será hoy? -dice, frotándose las manos-. ¿Media libra de Virginia, un buen trozo de Nova?

(Me tomaba por un cliente...,no había duda, descolgaba el teléfono del pabellón muchas veces, y decía "Ultramarinos Thomson")

-¡Oh, señor Thompson! -exclamo-. ¿Quién cree usted que soy?

-Dios santo, la luz es mala, lo tomé por un cliente. Como si no supiese que eres mi viejo amigo Tom Pitkins... Tom y yo (le cuchichea en un aparte a la enfermera) siempre íbamos juntos a las carreras.

-Se equivoca usted de nuevo, señor Thompson.

-Sí que me equivoco -acepta, sin inmutarse-. ¿Por qué iba a llevar usted una chaqueta blanca si fuese Tom? Usted es Hymie, el carnicero judío de la tienda de al lado. Pero no le veo manchas de sangre en la chaqueta. ¿Ha ido mal el negocio hoy? ¡A final de semana parecerá usted un matadero!

Sintiéndome un poco aturdido yo mismo en este remolino de identidades, señalo el estetoscopio, que me cuelga del cuello.

-¡Un estetoscopio! -exclamó-. ¡Y fingía usted ser Hymie! Ustedes los mecánicos están empezando a creerse que son médicos con esas chaquetas blancas y estetoscopios... ¡Como si necesitase usted un estetoscopio para escuchar un coche! Es usted mi viejo amigo Manners de la estacion Mobil del final de la manzana, que ha venido por su salchica con pan de centeno...

William Thomson se frotó de nuevo las manos, en su gesto de tendero, y buscó el mostrador. Al no encontrarlo, me miró de nuevo extrañado.

-¿Dónde estoy? -dijo, con una súbita expresión aterrada-. Creí que estaba en mi tienda, doctor. Se me ha ido el santo al cielo. ¿Querrá usted que me quite la camisa, para examinarme como siempre?

- No, no como siempre. Yo no soy su médico de siempre.

-Claro que no lo es. ¡Ya me di cuenta de eso enseguida! Usted nos mi médico habitual que me examina el pecho. ¡Y vaya barba que tiene, cielo santo! Pero si parece usted Sigmund Freud. ¿Me he vuelto loco? ¿He perdido el juicio?

-No, señor Thomson. No ha perdido el juicio. Lo único que pasa es que tiene usted un pequeño trastorno en la memoria, tiene dificultades para recordar y para identificar a la gente.

-La memoria me ha estado jugando malas pasadas, sí -admitió-. A veces cometo errores..., confundo a una persona con otra... ¿Qué querrá ahora, Nova o Virginia?

Así sucedía, con ciertas variantes, cada vez... con improvisaciones, siempre rápido, a veces divertido, a veces brillante y, en último término, trágico. El señor Thomson me identificaba (me pseudoidentificaba) con una docena de personas distintas en el transcurso de cinco minutos. Maniobraba, ágilmente, de una suposición, una hipótesis, una idea, a la siguiente, sin apariencia alguna de inseguridad en ningún momento, nunca sabía quién era yo, o dónde estaba o qué era él, un ex tendero con síndrome de Korsakov grave, ingresado en una institución neurológica.

No recordaba nada más allá de unos cuantos segundos. Estaba continuamente desorientado. Se abrían a sus pies continuamente abismos de amnesia, pero él los salvaba con ingenio, mediante rápidas fabulaciones y ficciones de todo tipo. Para él no eran ficciones, era como veía de pronto o interpretaba el mundo. El flujo incesante y la incoherencia del mundo no podía tolerarlos, no podía admitirlos ni un instante, sustituía aquella cuasicoherencia extraña y delirante, con la que el señor Thomson, con sus invenciones continuas, inconscientes y vertiginosas, improvisaba sin cesar un mundo a su alrededor, un mundo de Las mil y una noches, una fantasmagoría, un sueño de situaciones, imágenes y gentes en perpetuo cambio, en transformaciones y mutaciones continuas, caleidoscópicas. Pero para el señor Thomson, no era un tejido de ilusiones y fantasías evanescentes y en cambio incesantes, sino un mundo fáctico, estable, plenamente normal. Por lo que a él se refería, no había ningún problema.


En el Quijote se oye una risa que parece salida de las farsas medievales: uno se ríe del caballero que lleva una bacía a modo de yelmo, se ríe del escudero que recibe una paliza. Pero, además, de este tipo comicidad (...) Cervantes nos hace saborear una comicidad muy diferente, mucho más sutil:

Un amable aldeano invita a Don Quijote a su morada, donde vive con su hijo, que es poeta. El hijo más lúcido que su padre, percibe enseguida que el invitado está loco y se recrea guardando ostensiblemente cierta distancia. Luego Don Quijote incita al joven a que le recite su poesía; éste se apresura a hacerle caso, y Don Quijote hace un elogio grandilocuente de su talento; feliz, halagado, el hijo queda deslumbrado por la inteligencia del invitado y olvida en el acto de su locura. ¿Quién es, pues, el loco? ¿El loco que elogia el lúcido o el lúcido que cree en el elogio del loco? Entramos en el ámbito de otra comicidad, más refinada e infinitamente valiosa. Nos (...) reímos porque (...) se descubre, súbitamente, una realidad en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente, el hombre qu está frente a nosotros no es lo que cree ser. He aquí el humor (el humor, que, para Octavio Paz, es el "gran invento" de los tiempos modernos que debemos a Cervantes).

El humor (...) abarca todo el entero paisaje de la vida. Intentemos ver por segunda vez, como si rebobináramos una película, la escena que acabo de contar: el amable hidalgo lleva a Don Quijote a su morada y lo presenta a su hijo, que de entrada manifiesta su reserva y su superioridad al extravagante invitado. Pero esta vez, ya estamos advertidos: ya hemos presenciado la felicidad narcisista del joven en el momento en que Don Quijote elogia sus poemas; cuando volvemos a ver ahora el comienzo de la escena, el comportamiento del hijo nos parece enseguida pretencioso, inapropiado para su edad, o sea, cómico desde el inicio. Así es como ve el mundo un hombre adulto que tiene tras de sí mucha experiencia de la "naturaleza humana" (que mira la vida con la impresión de volver a ver películas ya vistas) y que desde hace mucho tiempo, ha dejado tomar en serio la seriedad de los hombres.

Pág. 133 del ensayo El telón de Milan Kundera

6 comentarios:

Leandro dijo...

Leí el primer párrafo y pensé: "¡los peronistas!" :D

Héctor Meda dijo...

No, no, los primates de los que hablaba Dennett, eran los Homo sapiens :-P

Leandro dijo...

¿Qué te ha parecido el libro de Sacks?

Héctor Meda dijo...

Muy interesante. Estoy por hacer una reseña exhaustiva (sería cuestión de tiempo y sobre todo fuerzas -que ultimamente me fallan y mucho-).

Como el propio Sacks llega a decir, lo que se registra en el libro es una suerte de "neurología de la identidad" y un análisis existencial de cómo las (mal)percepciones del mundo exterior influyen en nuestra vida, es decir, que en ese libro se conjugan toda una miriada de obsesiones propias, la que va desde la consciencia hasta nuestra literaturización de la vida (i.e: una vez más es ejemplar el modo en que prácticamente todos los pacientes encuentran modos de narrarse el mundo para hacerlo habitable)

Supongo que a ti también te gustó, ¿verdad? Desde luego es muy de este blog el contenido.

Leandro dijo...

A mí me gustó mucho, sí, aunque leí varios libros de él seguidos, ya no estoy seguro en qué libro leí qué. Me gustaron especialmente los dos casos de Korsakov (uno lo citaste aquí) y el de la mujer con síndrome de Asperger que fabrica máquinas de matar vacas.
Hay mucho para pensar la identidad en esos relatos, a partir de la construcción del texto propio; yo supuse que podía interesarte, y me alegra comprobar que te resultó interesante. Yo hasta hace un mes no había leído nada de él.

Héctor Meda dijo...

El de Asperges sin duda debió ser de otro libro pero de el que leí, efectivamente, los casos de Korsakov fueron los más interesantes y no por su bizarrería sino por estar éstos obligados a rehacerse al igual que nosotros solo que de una forma mucho más apremiante.

En el libro de Sacks, por cierto, en las notas al final de capítulo se hace varias referencias al Funes de Borges así como detectan también, como recien registramos en el post The Sound and the fury, cierto sabor joyceano al sindrome de Korsakov. Pero también, claro, están otros. Mismamente el caso que abre el libro, el del hombre que confunde a su mujer con un sombrero y que parece vivir en el reino de las figuras platónicas, tiene el resabio de una alegoría filosófica al estilo de la anécdota de Tales que caminando mientras miraba las estrellas dio en caer en una zanja para descojono de una simple campesina que pasaba por allí.

Como digo, muy interesante.